PÍCAROS II



Después de historiar la palabra pícaro y hacer un recorrido por dos novelas importantes que inician el género de la picaresca, seguimos con otros personajes que pertenecen al mundo de los que buscan sobrevivir de cualquier manera en una sociedad cada vez más hostil. La picaresca es el artefacto retórico que encontró la novela (y la literatura) para señalar las pústulas sociales que las clases dominantes ocultaban. En cierto sentido, a pesar de que el género se fue consolidando, no perdió nunca algunos ademanes de “protesta”  y por ende de crítica.

En 1624 (se estima que fue escrito en el primer lustro del siglo) aparece
"La vida del Buscón”, la novela en la que Quevedo demuele a la sociedad de su tiempo desde el punto de vista de un pícaro: don Pablos. Si el Guzmancillo, aparecido un cuarto de siglo antes tenía una mirada triste y amarga de la sociedad en la que vive; la mirada de Pablos es aún más dura, feroz,  y no tiene contemplaciones en pos de su único fin que  es triunfar socialmente (“ser un caballero”) y para serlo necesita dinero. Ladrón, estafador, extorsionador, pendenciero, Pablos nos muestra como pocos el mundo del hampa de algunas ciudades españolas por las que vagabundea: Madrid, Alcalá de Henares, Toledo, Segovia, Sevilla. También el sórdido ambiente de las cárceles.

A medida que seguimos las aventuras del protagonista podemos suscribir aquella definición de Borges sobre Quevedo: “un genio verbal”. Son variadísimos los registros y lectos que se manejan en la historia, todo el mundo lingüístico de la germanía está presente por los escenarios donde se desplaza el pícaro. Pero la genialidad verbal está también en los constantes juegos de palabras, las variaciones semánticas, el doble o triple sentido de una frase. Paralelo a esto hay también una complacencia del autor en las descripciones fisiológicas, en detenerse en situaciones escatológicas, en el chiste procaz, en retratar el ambiente de los burdeles y sus prostitutas. Gran parte del acervo verbal de su tiempo circula por sus páginas. Como hombre del Barroco (como su autor) Pablos va siempre a los extremos; por ejemplo, de la naturaleza de los cuerpos mostrará las situaciones más escabrosas, si aparece la suciedad no se detendrá hasta presentar lo más repugnante, si es irónico no parará hasta el sarcasmo.

Sin embargo, “El buscón”, termina con una sentencia moral que desenfoca toda la obra y le da una nueva significación: “como obstinado pecador, determiné, consultándolo primero con la Grajal, de pasarme a Indias con ella y ver si mudando mundo y tierra mejoraría mi suerte. Y fueme peor, como V. Md. verá en la segunda parte, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres. En el fondo por más extrema que sea la historia de Pablos, esta se “domestica” por la mirada satírica de Quevedo cuyo sayo moral envuelve a la novela y hace más “digerible” el texto para los lectores contemporáneos. Y si pensamos que en la segunda parte de “El Guzmán de Alfarache” el protagonista ya adulto se convierte en moralista implacable, el único texto que se mantiene plenamente incómodo es el inaugural “El Lazarillo de Tormes”.

 Luego llegará Cervantes que como siempre trastocará y trocará todo lo establecido. De la simbiosis de la novela picaresca y la novela corta italiana saldrán “Rinconete y Cortadillo”, dos truhanes adolescentes, maestros en el robo y la engañifa con los naipes; también la apuesta suprema cervantina sobre el mundo de la ficción: transformar a dos perros en pícaros en “El coloquio de los perros”. Los pícaros cervantinos trascienden la picaresca y muestran la  laboriosa complejidad que entreteje la vida humana.

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