Cuando uno ve a un chico
hacer travesuras o a un/a adolescente,
también a un/a joven salir de una situación embarazosa con gracejo y humor,
inmediatamente pensamos “es un /a pícaro/a”.
Es que rara vez asociamos los argentinos la picardía con algunos de sus
significados, como por ejemplo vileza, engaño o maldad, bellaquería,
intención o acción deshonesta; estos términos los asignamos a lo que
caracterizamos como “viveza criolla”, que tiene entre nosotros un matiz
netamente peyorativo.
En cambio en la literatura
las fronteras no son tan claras y el pícaro no siempre es el de la burla
inocente y graciosa; sino aquel que apoyado sobre las fisuras morales de una
sociedad sobrevive y vive aprovechando a cada momento esos quiebres. Parece ser
que la historia de la palabra “pícaro” no es muy diáfana que digamos, se la
encuentra por primera vez en un texto castellano alrededor de 1545. Para
algunos la palabra está asociada con el latín “pica”, según la cual la palabra
pícaro tendría el sentido de “miserable”, ya que los romanos sujetaban a sus
prisioneros atándolos, para ser vendidos como esclavos, a una pica o lanza. También
se la relaciona con la raíz pic, de la palabra picus, con el valor de “picar”,
que primero significó “abrirse algo el camino a golpes, con esfuerzo”, y desde
ahí evolucionó para indicar “el mendigo, el ladrón, el desharrapado”. Hay otros
estudiosos que la relacionan con diversas acepciones de “picar”, ya sea por los
pícaros de cocina, que picaban la carne o la verdura, o bien trabajaban sin
sueldo ni tarea fija en las cocinas y picaban para ganarse la comida.
Covarrubias conjetura en su diccionario que se les llamaba así a los naturales
de Picardie, en el norte de Francia, que emigrados a España eran gente muy
pobre.
El primer pícaro de la
literatura es Lázaro de Tormes, aunque esa palabra no aparece nunca en la
novela que funda el género de la picaresca: “El Lazarillo de Tormes”. Este pequeño texto aparecido en 1554 es la
historia de una vida contada por el protagonista desde la niñez a la adultez.
Pero también es una novela que retrata con crudeza el mundo social de la época;
además se la puede leer (entre otras lecturas posibles) como la novela de
formación de un carácter. Lázaro es en el fondo una buena persona, un chico de
buen corazón, sin experiencia, al que la realidad un muchacho de buen corazón, sin experiencia,
al que la realidad pone a prueba constantemente para sobrevivir. Sus acciones
tienen en gran parte del libro un solo norte: conseguir comida. Es el hambre el
gran impulsor del Lazarillo. Como sostiene Zamora Vicente “no es un delincuente
profesional, sino que le sobran cordura y viveza y le falta ambición”.
En cambio cuarenta y cinco
años después Mateo Alemán da a la imprenta a otro pícaro, “El Guzmán deAlfarache”. Otra vez tenemos a un adulto que relata su vida desde niño, otra
vez hay un proceso de formación de una personalidad y hay también una crítica
feroz al orbe circundante. Pero se ha perdido cierto tono zumbón o festivo que
se traslucía en el “Lazarillo”; en
cambio sobrevuela en sus páginas una acentuada tristeza y una fuerte amargura.
Medio siglo después, parece decirnos el protagonista que el mundo ha cambiado
bastante y lo ha hecho para mal. El Guzmancillo es un joven que huye de su casa
para buscarse el sustento y luego de
andar por cientos de caminos dentro y fuera de España termina preso y condenado
a remar en las galeras. Lejos estamos del Lazarillo, este es un verdadero
delincuente, un ladrón, estafador, un sin vergüenza, “perdíla por los caminos,
que como vine a pie y pesaba tanto, no pude traerla”. Alguien que no puede
exhibir ningún sentimiento edificante, ningún valor, precisamente porque la sociedad que lo moldeó
no los tiene.
Comentarios
Publicar un comentario
Comentá acá.