CUENTO DE NAVIDAD

A Irina y Mileva
El sol resquebraja la tierra y el viento caliente enrojece la piel demasiado blanca de la muchacha que camina desde la casa, todavía sin terminar, con dos grandes moldes con pan recién amasado.
Carolina Powraniezky mira el horizonte más allá del canal y de los cultivos y ve montes y más montes; el sol le hace doler la cara y hoy las lágrimas son porfiadas. No entiende cómo puede haber una navidad sin frío, sin nieve; no entiende cómo sus padres y sus tíos andan tan alborotados con los preparativos de la cena de nochebuena sin pensar en la casa vieja, en su perro y en sus primos a los que no ve desde hace diez meses y cinco días, porque ella cuenta los días desde que salieron de Wlodawa.

A pesar del campo que se pone verde, a pesar del hambre mansamente desterrado, a pesar de la cercanía de muchos paisanos, a pesar de sus quince años, Carolina llora a escondidas.

Añora los trigales, los campos dorados de su infancia, el aire suave, el sonido de los acordeones en las fiestas del pueblo. Recuerda—y le parece ya una eternidad—el sonido de la guerra, la partida de su hermano Pedro al frente de batalla, el hambre, los cultivos destruidos, y después la pobreza, la inmensa pobreza y un barco hacia el país de los sueños.

Debajo de una pequeña ramada, Carolina riega la tierra ahora que el sol se oculta tras el cerro y el aroma de los pichanales, las chilcas se hace más intenso y se confunde con el del pan recién horneado y el de la carne asada. Se irrita con las moscas y maldice el calor en su lengua, porque la otra sigue siendo rebelde, y no quiere hablarla, se resiste.

No disfruta, han venido varios paisanos de chacras vecinas, todos cantan y el vodka va y viene a pesar del calor, suena un acordeón, bailan polcas, brindan por la navidad, se divierten. Ella muda, absorta, se encierra en su pieza, llora, y con la candidez de sus cortos años se le ocurre una idea.

Sentada en la cama, con los paquetes de algodón que le sacó a su madre, arma pelotitas, pequeños capullos que va acumulando hasta cubrir de blanco el piso de la habitación. Cuando abre la puerta su madre la sorprende en plena tarea, le recriminan la acción, también su comportamiento durante la fiesta; su padre amaga castigarla con el cinto, finalmente la dejan.

Se apaga el sol de noche, todo está a oscuras, con los ojos llorosos y una rabia acumulada por meses enteros, Carolina patea los cientos de capullos que se levantan por el aire e invaden su habitación. Se queda parada viendo el espectáculo, hay algo raro en el aire, un capullo le roza la nariz, está frío. Otro le enfría su brazo, luego otro en su frente. Nieva. Nieva en la habitación de Carolina Powraniezky y ella gira con los brazos abiertos atrayendo los trocitos de escarcha que le blanquean la cabeza.

Arropada y sonriente, Carolina duerme, es su primer sueño feliz en América.

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