BIBLIOCAUSTO

Decíamos en una columna pretérita que es tan fuerte la carga simbólica y los lazos que unen el “saber” de un pueblo, es decir su tradición, con su pretendida identidad, que no ha sido accidental que en las largas luchas de los pueblos por la hegemonía de unos sobre otros, a la masacre haya seguido la destrucción de su tradición, representada por la biblioteca y también, claro está, por los libros.

"Allí donde queman libros acaban quemando hombres” dijo alguna vez Heinrich Heine. La historia le ha dado plenamente la razón. Desde la Inquisición y sus famosos index, un catálogo de libros prohibidos que convertían a sus poseedores en alimento de las llamas o en un peregrinaje de torturas, hasta hoy la destrucción de libros ha ido de la mano de la destrucción de vidas humanas.

Un ejemplo del poder y el fanatismo lo tenemos en el siglo XV con la censura del libro “De confessione”, del teólogo Pedro Martínez de Osma, quien es condenado a muerte. Como explica el estudioso Fernando Báez, “el libro fue paseado por las calles, escupido y luego se quemó, no sin que esta acción fuese precedida por una bula de excomunión”. Los libros de caballerías también sufrieron la censura eclesiástica y ésa fue una de las razones por las que en América hay muy pocos testimonios sobre este tipo de novela.

Por la misma época el ejército de Carlos V conquista Roma y los soldados no tienen mejor idea para combatir el frío que utilizar como combustible los libros de las bibliotecas saqueadas. El mismo fuego arde avivado por el fanatismo del otro lado del océano, gracias al primer obispo de México, fray Juan de Zumárraga, el primero de una larga lista de fanáticos que nos privaron del conocimiento profundo de las civilizaciones prehispánicas.

Las dictaduras latinoamericanas usaron el mismo principio para arrestar, torturar y desaparecer a los portadores de determinadas obras. No olvidaré una triste experiencia de estudiante cuando trataba de disimular—ante una patrulla del ejército-- en mi mochila un valioso ejemplar de Neruda, ya que seguramente de ser descubierto lo perdería o bien mi viaje hubiese sufrido una larga serie de contratiempos.

En Chile, pocos días después del golpe militar allanaron la editorial Quimantú, que editaba libros a bajo precio para los estudiantes y obreros. La televisión chilena mostró al público cómo los soldados destruían mediante las guillotinas la edición entera de las Obras Completas de Ernesto Che Guevara en 4 tomos y miles de títulos no exclusivamente marxistas.

La intolerancia y el descontento de un grupo de militares peruanos con la novela “La ciudad y los perros” de Mario Vargas Llosa se canalizó mediante la confiscación y la quema de cientos de ejemplares en Lima.

La historia está llena de ejemplos que privilegian el egoísmo personal, la ceguera fanática a la memoria colectiva, a la cultura. Es que el otro, lo diferente, no siempre ha sido fácil de aceptar, de convivir con él. Una de las operaciones más corrientes ha sido la eliminación o el sojuzgamiento del distinto; pero al parecer esa acción no basta, hay que borrar todo rastro de ideas, de sentimientos, de costumbres y entonces no se vacila en destruir también los libros.

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