BIBLIOCLASTIA



Confieso que la frase me ha parecido una verdadera síntesis del tema, me refiero a la citada ya en la columna anterior y que pertenece al poeta romántico alemán Heinrich Heine: “Allí donde queman libros acaban quemando hombres”.

La biblioclastia es la purificación mediante la destrucción de libros que se consideran nocivos. Todos los biblioclastas son, en el fondo, fanáticos apocalípticos. La historia está llena de ejemplos. Se dice que en la antigüedad Platón quemó los libros del filósofo de los átomos, Demócrito. A fines del siglo XIX se creó en Estados Unidos “La Sociedad de Nueva York para la eliminación del vicio” regenteada por un fanático religioso llamado Anthony Constock, quien quemó junto a sus seguidores durante años más de cien mil kilos de libros y revistas.

En la contemporaneidad la destrucción de libros tiene que ver no tanto con lo religioso sino con lo político. En la Francia revolucionaria son destruidos y desaparecen miles de libros en nombre del progreso. Lo mismo sucede en la España republicana donde, producto de un odio atávico la historia se invierte, son saqueados iglesias y conventos y entregados al fuego miles de libros y documentos eclesiásticos.

Las guerras brutales del siglo XX contribuyeron a la destrucción de más de un centenar de millones de ejemplares en las bibliotecas de Inglaterra, de Alemania, Francia y el resto de Europa. Los comunistas arrasaron con innumerables bibliotecas en los países del Este, paralelamente con la caída de estos regímenes en muchos de estos lugares, como en Rumania, se eliminaron miles de volúmenes de la universidad estatal.

Hay también ejemplos ilustres en la ficción y por suerte más inofensivos aunque tenebrosos. Ray Bradbury escribió una novela de ciencia ficción llamada “Fahrenheit 451”, en ella leer está prohibido y paradójicamente son los bomberos los encargados de confiscar y eliminar los libros mediante el fuego. Al fuego van a parar los libros de caballerías de la biblioteca del Alonso Quijano, libros acusados por el cura, el barbero, su sobrina y su ama de llaves de haberlo vuelto loco, de convertirlo en Don Quijote. La biblioteca del capitán Nemo, el protagonista de la novela de Julio Verne “20.000 leguas de viaje submarino” corre la misma suerte y se pierden en ella los misteriosos tratados filosóficos.

Y hay ejemplos cercanos y dolorosos. Innumerables fueron los ejemplares destruidos por la última dictadura militar. Innumerables las bibliotecas populares, estatales, privadas que vieron cómo se perdían para siempre ediciones irrecuperables. El 26 de junio de 1978, en un baldío de Sarandí, se quemaron por orden de un juez de la dictadura más de medio millón de libros y fascículos del Centro Editor de América Latina, uno de los proyectos culturales más importantes gestados en nuestro país.

Todavía muchos amigos y amigas, colegas, refieren, a veces con lágrimas, la autodestrucción obligada de parte de sus bibliotecas durante la última dictadura. Muchos libros amados terminaron quemados, aunque la mayoría de quienes me han contado su triste experiencia optaron por devolverlos a la tierra. Enterrados en baldíos, jardines, chacras, esos libros son una especie de cementerio del espíritu.

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