JARDINES Y POESÍA


Los jardines como espacio estético tienen una larga tradición y hemos hablado que la misma nos llega principalmente de Oriente. La literatura y más precisamente la poesía han cultivado innumerables jardines de palabras; las metáforas florales son quizás las más numerosas y las primeras que vienen a la mente en aquellos/as que se inician en la escritura de un poema.

Muchas/os hemos comparado la belleza de la amada con la rosa, la piel con los jazmines, su delicadeza con las camelias, su pelo con los claveles y así sucesivamente. Hay otras flores que no tienen tanto prestigio literario, una de ellas es la flor del malvón, sólo presente en los patios del tango, y ni hablar de las panchitas, ausentes por completo de la literatura.

Leo por allí que en la zona árabe de España, denominada Al Andalus, famosa por sus palacios y espacios verdes (recordemos la Alhambra y sus jardines), floreció un género poético que trataba sobre jardines y flores. Aquí un ejemplo del poeta andalusí Ibn Hafs al-Yaziri (s. XI): Cuántas veces he ido en hora temprana a los jardines:/ las ramas me recordaban la actitud de los amantes./¡Qué hermosas se mostraban cuando el viento/ las entrelazaba como cuellos!/Las rosas son mejillas;/ las margaritas, bocas/ sonrientes, mientras que los junquillos/ reemplazan a los ojos”.

Esta preeminencia del jardín y las flores ha llevado a que toda una serie de recursos poéticos se conviertan, luego de tanto uso, en imágenes gastadas, lugares comunes que poco tienen que ver con la revelación, la novedad de la palabra poética.

Así hay flores que son las preferidas por la tradición poética: la primera es sin dudas la rosa. Presente desde siempre, la rosa es símbolo de belleza y perfección. Pierre Ronsard (1524-1585) elige esta flor como centro de su poesía amorosa: Toma esta rosa -amable cual tú eres;/rosa entre rosas bellas la más rosa;/diosa en flor entre flores la más diosa/de las Musas, la Musa de Citeres./Recíbela y ofrécele piadosa/tu seno, pues mi corazón no quieres...”

Quién no ha recitado por allí aquellos versos del cubano José Martí: “Cultivo una rosa blanca/en junio como en enero/ para el amigo sincero/que me da su mano franca...”. Rosa que es símbolo de la inocencia y la pureza; otra es la rosa, pero igual de atrayente para el gallego Valle Inclán: ¡Me llamó tu carne, rosa del pecado!”

Juan Ramón Jiménez, el poeta español, tiene una rosa azul, que es la rosa de la ausencia, o quiere en otro poema deshojar a la amada como una rosa para hurgar en su interioridad.

Los ejemplos se agrupan por millones. La rosa es un arquetipo de belleza, también la frecuentaron los místicos y la teosofía. “La rosa es sin por qué” sentenciaba Angelus Silesius y un extraordinario poeta como Rilke la eligió para su epitafio: “Rosa, contradicción pura/temor de no ser el sueño de nadie/ debajo de tantos párpados”.

En el acto íntimo de regalar rosas, sin querer estamos agregando un eslabón más a una tradición que aúna belleza, sentimiento y flor, tradición que ha sido edificada en gran parte por la poesía.

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