Gran Hermano

Debo confesar una falta: no veo Gran Hermano. Esto supone que desde hace meses en reuniones, fiestas, pasillos, colas de bancos, cajas de supermercado apenas si puedo entablar conversación alguna, además de soportar las miradas de extrañeza, cual si fuera un ornitorrinco, cuando me dicen: “viste, Diego se fue de la casa” y yo respondo que no, que mi vecino sigue ahí, que dos por tres se pelea con su mujer, pero la cosa no llega a tanto; o cuando auguran: “va a ganar Marianela” y a mí se me da por preguntar ¿juega tenis la chica?

Más allá de la exageración, me pregunto por qué la gente ve un programa en el que varias personas encerradas simulan una vida cotidiana que tiene poco de televisiva, porque al contrario de lo que sucede en las cámaras, en la vida cotidiana de las personas no pasan a cada instante grandes acontecimientos como ganar una carrera, descubrir un crimen, viajar por el Caribe, heredar una estancia, robar un banco o que la mujer soñada caiga rendida a nuestros pies.

Nuestra vida cotidiana está amasada de pequeños hábitos, manías, rutinas férreas alteradas muy de vez en cuando por aislados sucesos trascendentes. En ese programa no hay noticia, no hay novedad, no hay una historia, no hay acción.

¿Entonces? ¿Cuál es el secreto del éxito? Arriesgaré algunas hipótesis. Hay un precepto que el común de la gente tiene de la televisión: creer que lo que pasa en ese medio es “real” o que es verdad. Ya lo expresó un famoso teórico de la comunicación: “el medio es el mensaje”, en este caso es la televisión el medio que por su sólo prestigio y por su incidencia en la vida de la gente se constituye en mensaje, no importa su contenido, importa el lugar desde donde se imparte ese contenido. Hoy, las cámaras son la expresión de la existencia social, la cosa pública, que antes sucedía en las plazas, en las calles, en el presente sucede en la televisión, se despliega en nuestro hogar.

Así los ideólogos televisivos armaron un tipo de programa para acercar aún más la televisión y la vida, son los “Reality Show”, en los que se encubre un viejo sueño televisivo: que todo pueda ser filmado, transformar la vida privada en espectáculo. Por ahora son intentos bastante fallidos, porque estos “reality” tienen mucho de show y nada de “reality”.

La televisión—en palabras de Martín Barbero—lleva a la “reconfiguración de las relaciones de lo privado y lo público (...) la superposición entre ambos espacios y el emborramiento de sus fronteras”.

Gran Hermano es para muchos el programa que muestra la vida de la gente común, de ahí su masividad. Es el espacio donde se hace posible ver lo privado como show, la ilusión de que si filman a esas personas también me podrían estar filmando a mí, el sueño de la cámara instalada en nuestra casa o en la del vecino y la posibilidad de espiar y ser espiado. El sueño peligroso de que sólo siendo parte de la tele se puede existir socialmente.

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