ATAJOS
Recuerdo un libro famoso titulado “Más Platón y menos Prozac” de Lou Marinoff que hace unos diez años fue todo un
acontecimiento editorial. En realidad el libro no hacía otra cosa que utilizar la
filosofía—en cuentagotas--,y sobre todo a los grandes filósofos para afrontar
los problemas cotidianos y otros más trascendentales que todo ser humano tiene
a lo largo de su vida: las pérdidas, los
cambios de trabajo, de lugar, las presiones, el amor, la soledad, y todos los
etcéteras que se te ocurran. El libro no
deja de ser, maquillado o no, uno de esos textos denominados de “autoayuda”,
cuyo barniz filosófico es eso, una pequeña capa de algunas ideas de filósofos
ilustres. Pero lo que me parece rescatable es la propuesta que busca desterrar
el facilismo con que nos manejamos, busca poner otra vez sobre el tapete el
culto al esfuerzo y la reflexión sobre nosotros mismos. Y ese facilismo está
resumido en el Prozac del título, el nombre comercial del antidepresivo más
famoso de la década del 90 que funcionaba como la gran panacea a nuestros
desvelos.
Nada ha cambiado una década después, y algún
sociólogo ha definido a esta sociedad posmoderna como una sociedad de “atajos”,
de soluciones rápidas y fáciles.Nos resulta mucho más cómodo y aséptico tratar
los síntomas que afrontar el problema. Acostumbrados como estamos a los atajos
de teclado saltamos sin dudarlo a los atajos farmacéuticos. Así, pastillita
bajo la lengua a la mañana para afrontar las cargas del día, y por si hace
falta refuerzo de dosis después de la comida, gotitas en la noche para
conciliar el sueño, supositorios los fines de semana para evitar conflictos y
la depre del domingo a la tarde. Un negocio redondo para la industria
farmacéutica y todos felices; salvo un nimio detalle: los problemas siguen sin
solucionarse, y además se acumulan.
No hace
mucho en una de mis clases de secundaria, uno de los alumnos estaba realmente
insoportable y no me permitía avanzar con la tarea, después de pedirle de mil
maneras que se ubique en la situación en la que estábamos y de provocar mi
hartura y el cansancio de sus compañeros, me dijo que estaba así porque no
estaba medicado. “Sí, profe, yo tomo una pastillita que me recetó el neurólogo,
se me terminaron y mi vieja no me las compró todavía”. En ese momento yo
pensaba que gustoso le compraría varias… pero de cianuro. Lo que me explicaron
después es que el adolescente en cuestión padecía de “Déficit y Desorden de la
Atención”(ADD, en inglés); cuyos síntomas pueden resumirse en: dificultad para
sostener la atención por un período, impulsividad, hiperactividad (en algunos
casos), dificultad para postergar las gratificaciones, trastornos de la
conducta social y escolar, dificultades para mantener cierto nivel de
organización en la vida y en la tareas personales (estudio , trabajo,
relaciones interpersonales) y daño crónico en la autoestima.
El problema es que a medida que se ha
popularizado su diagnóstico han aumentado los casos en forma increíble, y esto
es preocupante porque podemos preguntarnos hasta qué punto este trastorno es
real en muchos casos y no enmascara o disimula otras falencias que el propio
sujeto o los padres deben hacerse cargo: apatía, falta de una cultura del
esfuerzo, falta de voluntad y temple, falta de hábitos, rebeldía,
irresponsabilidad, falta de atención, ausencia de valores y metas, etc. Es más
fácil el atajo de la pastilla (en muchos casos necesaria) para desembarazarnos
del problema. Y la creencia en que una droga (en este caso el Metilfenidato)
solucionará mis dificultades, la tenemos en el incremento exponencial del
consumo que se observa en épocas de exámenes universitarios. Según los
estudiantes la pastillita proporciona una mayor concentración y más horas de vigilia.
En fin, Freud decía que “Existen dos maneras
de ser feliz en esta vida: una es hacerse el idiota y la otra serlo”; es posible
que haya una tercera vía.
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